lunes, 24 de agosto de 2020

MADRES EN SOLEDAD

 

 A punto de que él pisara el agua y dejara la mente fría por unos segundos, suena el móvil y la voz en bucle constante, que a veces agota su vida y la de los demás

 ¿Me ayudas a meterme en el agua? 

 Resopla desesperado, diciendo un no puedo ahora, a sabiendas que debería ser un sí, mientras cuelga el teléfono con la duda razonable que sale también del alma.

 La cabeza empieza a trabajar más de lo normal y la angustia le come en treinta segundos.

Piensa que está sola, sabe que no está segura ante el mar. 

Le animan a salir y no se lo piensa; dos kilómetros corriendo por la orilla para la ida; mascarilla en boca, móvil en mano y una zancada descalza y morena la cual se animaba cada vez más.

En ese breve tiempo piensa en lo lanzada y valiente que es, nunca le ha hecho falta nadie, solo a sus hijos, también es consciente de su fragilidad y eso le hace acelerar más.

Llega sudoroso y comienza a buscar por la zona por dónde da sus paseos tambaleantes debido a la vejez de sus huesos. Vislumbra su silla solitaria, mientras que rápidamente se asoma a la orilla y no la encuentra. Resopla, se calma y observa con más agudeza.  

Allí nadaba la sirena mermada en arrugas y anestesiada de coraje.

Sé quedó observando sonriente y callado, pensado en un "qué cabrona" es la eterna joven. La mira en silencio y analiza si los ochenta y dos años se pueden levantar con seguridad. Lo hace, con trabajo, y a un repique de que una ola pequeña la estampe contra el agua, pero se supera y lo hace, mientras que a su hijo se le sale el corazón del pecho sin decir nada y sin ser visto.

Incorporada a duras penas suelta un…¡Qué sorpresa, qué guapo estás, pero qué serio estas mirando!

Su segundo baño fue mar adentro, casi sin ayuda, contenta y temblorosa de frío como un alma sin cobijo, agarrada a los brazos del hijo. En un instante, llamó a la puerta una sucesión de olas, el miedo se le veía en sus escuetos ojos casi inexpresivos.

El hijo le decía que se agarrara fuerte a sus brazos, que él no la iba a soltar en la vida por muy grande que fuera la pared o la fuerza al romper.

Y saltaron una, dos, tres y hasta cuatro, sin ser precisamente pequeñas, en una mezcla de tristeza, admiración y alegría por su madre.

Con tal meneo, su madre quedó satisfecha del baño. Su hijo le acompañó hasta su silla.

¿Quieres que te invite a comer? -le dijo con voz alegre.

Hoy no puedo mamá, otro día respondió él- con tono de prisa.

De vuelta, el hijo, no paro de pensar en la valentía de su madre a pesar de la edad y en la misma virtud pero cuando ella era más joven, y como sacó a sus tres hijos navegando, día a día, entre olas de soledad.