La
vulnerabilidad, la falta de horizonte, el desequilibrio mental que producen
nuestras paredes verticales nos provocan el desatino de los días. Me agotan las
pisadas lentas y cortas de la mañana, los miles de mensajes que ya no abro y
las palmadas, necesarias, pero desganadas y desgastadas de las ocho.
Todos y
todas con el alma abierta ante unas milimicras que juegan con la muerte propia
y de los tuyos. Nos han bajado de la nube de irreal que a veces nos montamos en nuestras vidas, para estamparnos con una realidad que abarca
a todos, y eso hasta reconforta, dentro de la estupidez del consuelo.
Ahora
entendemos, mejor que nunca, el “no somos nada” y con todo, con el tiempo, se
nos olvidará. Caeremos de nuevo en la cuenta de lo material, de las traiciones
y de las mentiras.
El
concurso de la paciencia sigue su camino, sin saber hasta cuando finaliza el
juego...Extenuados en muchos casos de no hacer nada y de hacer todo; no está la
cabeza para centrarse en ese libro o esa película que siempre quisiste ver.
Miramos al cielo entre ventanas, balcones y azoteas, abatidos por el vertiginoso ruido del silencio, tan
necesarios cuando vamos con la quinta marcha, pero ahora no los quiero, no lo
aprecio.
No nos
queda otra, controlar nuestra respiración, deseos y abrazos, la vida nos espera
cuando ella quiera, cuando ella termine de pensar que nos ha juzgado; mientras tanto,
adoptamos nuestro rol que nos ha tocado en estos días, y con todo, siendo útil
a muchos o a pocos, no me encuentro servible.
Sigamos
con ánimos en el desespero de no poder hacer nada, sigamos mirando con tristeza cómo se va escondiendo el
sol, sigamos jugando con la muerte cercana y con el agotamiento del despertar
diario, sigamos sin pensar que pasará mañana, sigamos rabiosos sin ver el
horizonte. Este es nuestro camino lánguido aderezado por de canciones, sueños y
rutinas que nos hacen mantenernos a flote para las ilusiones venideras.
Una
buena canción decía que “a veces el
tiempo no puede borrar lo que él mismo dejo”, a esperar, a esperarnos.